Gritos y guitarras estridentes.
Por José Ramón González.
Decían que en esas canciones que escuchaba no se oían más que gritos. Sin embargo, no podían evitar contarme con irrefrenable excitación cómo se les ponía el vello de punta en el momento en el que en tal o cual ópera la soprano llegaba a notas extraordinariamente altas. También me decían que no soportaban esas «guitarras estridentes», pero en el Auditorio me he tenido que tapar los oídos cuando la orquesta se lanzaba al ataque con todo su arsenal en una histeria de notas explotando a un tiempo que se dilataba durante segundos de una manera casi peligrosa para el pulso cardíaco. El caso es que yo he disfrutado con esas óperas y esos conciertos además de con las bandas de rock, cosa que no pueden decir los que despreciaban con indisimulada prepotencia una música que ha legado a la cultura momentos de inigualable belleza, rabia, emoción, agresividad y delicadeza. Como si a Sam Peckimpah le pudiesen arrancar el calificativo de poeta por sus imágenes de violencia lenta y mucilaginosa.
Pero es que tampoco es imprescindible ser poeta para hacer arte en el ámbito de la música. Ni es necesario poseer una técnica impecable para ser creativo ―aunque la técnica y los conocimientos son muy valiosos, indiscutiblemente―, ni llegar a notas altísimas constantemente al cantar para emocionar al personal. Si se tiene y se sabe utilizar, bien está. Agregar esos rasgos a lo que ya se posee es un enriquecimiento; utilizarlo como única base es un solar. Hay numerosos ejemplos de cantantes que poseen una voz extraordinaria pero no saben cantar, igual que los hay que saben cantar pero no transmiten nada. Del mismo modo ocurre con cualquier músico: en ocasiones tres notas son más revolucionarias y dejan más conmocionado al receptor que una retahíla de incontables notas por segundo.
El heavy metal ha sufrido el desprecio, la infravaloración, la presunción de muchos. Ahora, décadas después de su época de mayor repercusión social, ha comenzado el merecido camino del reconocimiento. Muchos de los que escupían sobre los gritos, las guitarras estridentes y las velocidades en la batería y la percusión, pagan sumas indecentes de dinero para ver y «escuchar» a las bandas con las que nos educamos emocionalmente, en un momento en el que un gran número de ellas se dedican a pasear sus grandes éxitos del pasado para muchos de esos que sienten una incomprensible nostalgia de algo que no conocieron. No todos los que acuden a esos conciertos se ajustan a este perfil, indudablemente. Conozco a aficionados que llevan acudiendo a ver a estas bandas desde hace más de cuarenta años. Y también conozco a chavalería que buscan con ansia encontrar eso tan emocionante de lo que han oído hablar tantas veces a sus padres, los amigos de sus padres, a sus tíos.
Desde luego Heavens Gate no fue un grupo que llenara estadios, ni tuvo un éxito arrasador. Más bien fueron unos respetables desconocidos, recordados por haber contado en su formación con un tal Sascha Paeth, un muy buen guitarrista que alcanzó el reconocimiento como productor musical (Kamelot, Rhapsody, Hartmann, Edguy…). Una de tantas bandas, podríamos decir, que comenzó el camino que otras muchas hicieron sin llegar nunca a lugar seguro. Sin embargo cuentan con cinco discos, dos de los cuales me parecen de lo mejor que se hizo en la época. Livin’ in histeria (1991) es uno de ellos, aunque no es mi favorito. Disco encuadrado, más bien enclaustrado, dentro del heavy metal ―algunos los califican de power metal, cosa que a mí no me satisface mucho (será que no es un género con el que haga buenas migas en general)―, vigorizado por una ejecución técnica notable y con un cantante de esos que parecen nacidos para cantar esas canciones. Thomas Rettke está hecho para Heavens Gate. No se puede hacer mejor ni más apropiadamente, con el punto justo de agudos en los momentos necesarios, sin saturar ni agotar al receptor e imprimiendo energía, potencia y una capacidad melódica incuestionable. Bonny Bilski se hace cargo de la otra guitarra, Thorsten Müller le da lo suyo a la batería y Manny Jordan aporta su bajo al conjunto. Livin’ in histeria puede suponer una alegría mayúscula para quienes no conozcan a esta banda alemana y un cargo de conciencia para los que, tras volver a escucharlos, sientan el peso del remordimiento a causa del olvido.
Veloz pero no machacante, potente sin ser atronador y bañado en generosas cantidades de melodías, Livin’ in histeria se presenta con la seguridad que ofrece la canción homónima que arranca con un ritmo imparable, contagioso y poderoso y no decae hasta la autorreferencial «Gate of heaven». El imprescindible y alegre juego de guitarras comienza desde el primer segundo, la voz de Rettke se apodera del oyente en cuanto mete baza a la primera de cambio, los cambios de acordes desparraman la estabilidad del oyente como una curva de la montaña rusa, unos coros tan sencillos como eficaces invitan a unirse casi sin querer.
El fabuloso trabajo de melodías y el ritmo cabalgante de las guitarras son el imán que atrae durante todo el viaje que ofrece «We got the time». Imposible no unirse al irresistible himno «Neverending fire» y sus melodías de guitarras dobles y tratar de llegar a los agudos imposibles de su cantante. «We want it all» quizás sea la que más se aleja de los caracteres heavy metal del álbum (junto a “Can’t stop rockin’») coqueteando con el hard rock melódico, aunque la pegada de Müller y la potencia general que exuda la banda no permite llamar «balada» a «Best days of my life» a pesar de ser la composición más suave.
Son montones de veces las que he escuchado este álbum espléndido de esta modesta banda. A pesar de haberse esforzado al máximo no lograron sus supuestos objetivos de alcanzar mayor resonancia. Tal vez su triunfo sea comprobar ahora, tal vez sorprendidos, que si se dan la vuelta y miran hacia atrás observarán a un puñado de aficionados que siguen su rastro. Su discreta aportación se torna en grandioso recuerdo que permanece en el presente desafiando la tiranía del éxito, porque sus canciones siguen sonando fantásticamente y encontrando a aficionados que se conmueven con ellas. ¿Dónde está ese espacio en el que se encuentran las emociones de los músicos y las de los aficionados que los siguen; no sólo que los siguen, sino que los comprenden, que conectan con ellos, que son capaces de descodificar la trascendencia o la perturbación o la sacudida sensacional que consiguen con un cambio de acordes, con un giro en la melodía, con una transición que únicamente ellos son capaces de imaginar? Si bandas como ésta no hubiesen creado la música de la que estamos hablando, esa música no existiría. Se me corta la respiración al pensar en ello.
HEAVENS GATE:
THOMAS RETTKE: Cantante
SASCHA PAETH: Guitarra, coros
BONNY BILSKI: Guitarra, coros
MANNI JORDAN: Bajo
THORSTEN MÜLLER: Batería