Sala Mon, Madrid, 4 de noviembre de 2022.
Por José Ramón González.
Fotos: Juan Luis González.
La ciudad esperaba a sus conquistadores con los brazos (e incluso las piernas) abiertos, preparada y ansiosa para darles la calurosa acogida que merecían y que tantos ansiábamos. Queríamos volver a tener cerca a esos músicos que ya son viejos amigos en nuestros inventados recuerdos, y conocer a los nuevos. Queríamos saber qué aspecto tendrían estos nuevos Dry River que sorprenden después de las sorpresas, que son capaces de superar las más difíciles adversidades y que fuerzan su creatividad más allá de lo exigible para ofrecer su arte en forma de canciones que rezuman rabia, resentimiento, tristeza, crítica social, compasión, fraternidad, alegría…, toda la gama de emociones que pueden sacudir ―y en más de una ocasión― las cada vez más tristes y frágiles vidas de esos seres a los que se llama especie triunfadora de la evolución. Si cabe la posibilidad de merecer ese calificativo uno de los motivos podría ser la capacidad para crear algo tan hermoso como la música. Si fuera así, Dry River son entonces los seres triunfantes más destacados dentro de la especie triunfante.
Queríamos ser testigos del desarrollo escénico de la banda en su nueva composición. Hemos mantenido vivas las imágenes que nos dejaron en sus anteriores visitas, aquellas con las que hemos vivido los últimos años. El contraste con la realidad presente podía ser desconcertante. Y en parte lo fue. Los recuerdos son tercos, sin embargo Dry River ha creado una nueva realidad que nos compensa de tal manera que, poco a poco, va aniquilando los restos del pasado para crear un nuevo presente que los lleve al futuro. No hay más camino que hacia adelante.
Así son las emociones del arte. Y con nerviosismo e inquietud recibimos la entrada en escena de Ángel Belinchón, Matías Orero, Miquel Centelles, David Mascaró, Pedro Corral y Guillermo Guerrero. Es evidente que en directo Ángel se ha echado a la espalda a la banda y se ha transformado en el auténtico y único frontman que, por otro lado, siempre ha sido. La banda, potente, compacta, entregada, impecable, asombrosa, es también algo más sobria, puede que tratando de acomodarse a su nuevo ser y procurando que todo salga a la perfección, permitiendo que las pequeñas piezas que aún no se han colocado en su sitio terminen de hacerlo de manera natural. Pegamento tienen más que de sobra. Parece ocioso decir que técnicamente estos músicos son estratosféricos, pero lo voy a decir de todos modos. Toda esa desenvoltura repercute en una experiencia muy emotiva.
Al contrario de lo que hacen muchos otros grupos a los que les da igual estar presentando disco nuevo, que limitan su recital al repertorio habitual de sus canciones más conocidas salpicadas de alguna nueva, Dry River interpretaron al completo su nuevo álbum, Cuarto creciente (2022), que es lo más razonable, más si tenemos en cuenta que es una obra excepcional. Plagadas de secciones instrumentales de una exigencia escandalosa, las canciones del nuevo disco se disfrutan como clásicos, y así lo vive el leal, entusiasmado, cariñoso y entregado público de la banda que, pocos días después de haberse publicado ya las canta como si les fuese la supervivencia en ello, celebrando cada nueva melodía y estribillo como una fiesta de la abundancia. La espectacular ejecución, los adornos, los coros, la compenetración entre los músicos… todo funcionó perfectamente. El dúo guitarrístico que se ha formado entre Guillermo y Matías parece más un duelo a muerte, o a vida. Uno no sabe a dónde mirar, de esquina a esquina. Pedro y David mantienen los cimientos de la banda como una red de salvamento, Miquel no da abasto ¿seguro que sólo tiene diez dedos? Y Ángel… Creo que no lo había visto tan espectacular, tan seguro y tan sobrado nunca como en este concierto.
Entre las nuevas canciones, los jits (sic) como los llamó Ángel: «Perder el norte» ―extraordinaria, emocionante, grandiosa… ¡gigante!―, «Camino», la magistral «Me va a faltar el aire», «Irresistible» o la imprescindible «Traspasa mi piel» para la que contaron con la colaboración en escena del cantante de la banda Lèpoka, Dani, intervención innecesaria para mi gusto pero lo aceptamos: los amigos de mis amigos son mis amigos.
Miro las caras de las personas que están a mi lado, a mi alrededor, sus sonrisas, sus miradas, los ojos de mi persona favorita sonriéndome mientras canta esas canciones que hemos cantado tantas veces juntos y que, en ocasiones, hemos creído que estaban escritas para nosotros. Con Dry River todo es especial. Tanto que, después de dos horas de concierto cantando, saltando, bailando, aplaudiendo, no es extraño que los dolores más agudos al día siguiente no se sufran en las manos, los pies, las piernas las lumbares o las cervicales, sino en lo pómulos. Vi cientos de rostros sonriendo durante dos horas.
Ellos no nos ven aunque nosotros a ellos sí; no nos reconocen, aunque para nosotros sus caras son más que conocidas; dan ganas de darles un cariñoso abrazo, como a un amigo al que hace tiempo no se ve, aunque ellos pensarían que sus aficionados son unos fanáticos tarados. Quizás deberían tener presente que cuando cantamos sus canciones con ellos también les estamos entregando una parte de nosotros, si bien probablemente no sea más que la justa recompensa por lo que ellos nos han enseñado a cantar, y a vivir.