Transparencias

Cuando las estrellas se concilian: el placer de disfrutar de una película.

Cuando las estrellas se concilian: el placer de disfrutar de una película.

Por Lilia.

 

Hoy escribo desde un pueblo transitorio (transitorio porque sólo es una puerta de acceso a un célebre parque natural que tiene torres y otras formaciones rocosas excepcionales) en medio de la Patagonia, donde he encontrado, en un sillón de cuero negro viejo y desconchado, y en la litera que elegí del cuarto compartido del hostal, dos lugares donde me apetece ver películas.

Disfrutar de una película es algo que se ha vuelto extremadamente difícil para mí, o que al menos ahora (¿desde cuándo?) requiere un ritual complejo donde circunstancias contextuales y condiciones psicológicas específicas se han de aunar como se encuentran a veces las estrellas.

Por ejemplo, para ver bien, y disfrutar, una película, tengo que verla sin pensar mucho en que la estoy viendo (sin crearme la imagen de mí viéndola). Esto es para evitar la farsa, y quedar vacía frente a la pantalla, que entonces deja de hablarme a mí, y habla a un espectador de la espectadora (yo), que en realidad es ese mismo espectador (yo) y no la primera espectadora (yo). O sea, es para evitar convertir “ver una película” en otra película, en la que yo sería un personaje más o menos interesante y romántico (depende de la película que estuviera viendo) y no la que soy si la veo de verdad. En resumen: si el gesto de sentarme frente a la pantalla para ver una película no es honesto -esto es, si lo único que me apetece no es verla-, no la disfruto. Y bueno, imagino que sabéis lo difícil que es ser honesto cuando estás obsesionado en serlo.

Por otro lado, tengo que estar en un lugar que me guste: un asiento más o menos cómodo, una luz tenue pero no oscura, un silencio suficiente pero no necesariamente absoluto, una taza de té que vaya rellenando, etcétera. Esto es más difícil de conseguir a medida que me voy haciendo vieja y me vuelvo una maniática de la luz, las lámparas, las texturas, las gamas de colores (en lo que, por otra parte, creo que contribuyen fuertemente las películas que veo); pero es requisito (sí, bueno, pura burocracia).

En tercer lugar, debo sentirme yo, además de honesta; limpia, guapa, inteligente, perspicaz, híperperceptiva. Creo que estas condiciones las puedo lograr llevando una vida más o menos sana, pero a veces prefiero confiárselas a algún azar desconocido, que me informa, en una suerte de iluminación repentina y visceral, que estoy lista, que “hoy es un día de película”. [Por suerte, estas condiciones me han sido “concedidas”, después de una semana ansiosa de disociación, alienación, y mucha hambre, en este páramo estepario, donde siento el revoltijo en el estómago de la ilusión (y la vida) de manera constante].

Y por último, necesito haber visto buenas películas últimamente, por lo que, como es evidente, cuando el ciclo se interrumpe, es cada día un poco más difícil el reincorporarse al cine, su lenguaje, su ritmo (especialmente el del tipo de películas que estoy viendo este año), su vida. Esto tiene también que ver con lo que muy patéticamente he llamado “vida sana”: una vida con rutinas mínimas y razonables en torno a las cosas que sabes que te hacen feliz (sí, creo que a veces hay que forzarse a ver cine, o hacer cosas, o al menos hacer un esfuerzo por encontrar las condiciones en que sabes que te gusta hacerlas; si no, “no se sale del hoyo, amigos”).

He conseguido estas cuatro condiciones aquí en la Patagonia, Chile, lugar de precios absurdamente caros, rugido de viento salvaje que me va a hacer perder la cabeza, estepa desoladora que sólo me recuerda lo lejos que estoy de mi casa y de todo lo que he conocido hasta ahora. ¡Y qué bien sienta! Pronto -porque aquí el tiempo se estira como el chicle con el que juguetea un niño guarro- escribiré sobre algunas de las películas que estoy disfrutando desde el sillón negro desconchado y la litera de habitación compartida.

Ojalá vosotros también estéis viendo mucho cine.

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