Anaquel

Chispazos de una melómana.

Chispazos de una melómana.

A veces necesito hablar de ello, …

Por Laura Gordon González.

 

…y cuando lo consigo, me gusta pensar que si alguien decide leerlo, es porque un mínimo de contacto se ha producido.

 

Tengo que decirlo. No tengo una canción en concreto, no vengo a hablar únicamente de una experiencia. No he elegido llegar con la intención de centrarme, porque ha sido sentarme en la silla, pensar en hablar acerca de una de las cosas que más aire me da, y empezar a perder las riendas.

Al leer algunos de los textos de esta página, lo único que he necesitado ha sido desenredar la maraña de sensaciones que me produce el combinado mágico tan cuidadosamente aquí encerrado: música y escritura.

Vuestra pasión hace que mi empatía tiemble en busca de la siguiente línea. Pero lo realmente necesario surge ahora: en el ritmo de mis dedos tecleando, con una mente que no hace más que acelerar y escupir adrenalina a través de las ideas sueltas, inconexas; sentimientos que queman, poros gritando un bis, recuerdos que vienen de golpe a mi mente cada vez que pienso en lo que la música significa para mí.

 

Estamos aquí, y siento cómo cada nota crispa tus ganas. Su sudor en la frente resbala con cada recuerdo asociado al título que está sonando en este mismo instante. Gargantas desgarradas, dedos bailando sobre cuerdas. La guerra sobre un platillo, y el aliento de tus palabras en mi oreja. Me miras y se te desencajan las pupilas. Tu piel es rosa, luego azul, luego no te veo, pero sé que estás ahí. Estás disfrutando, la música entra y decide no colocarse en ninguno de tus órganos, decide rebotar en cada vibración. Viaja. Tú estás viajando a la vez, y no quieres parar. Tú nunca quieres parar. Es tremendamente sugerente verte así: tuya. Con los pelos por la cara, gritando, dándome la mano. Apretándome fuerte. Saltando, siguiendo todos esos versos que escuchas tirada en la cama, con el volumen a tope, soñando con ver algo más que una carátula y el techo de tu habitación. Querías estar ahí desde antes de que se anunciara la venta de entradas. En el directo, en la guerra de la efervescencia. Querías ver a tu grupo encima del escenario… y lo conseguimos juntas.

Tras esa sensación, vuelvo a pestañear, y me centro en lo que está sonando. Pero es imposible colocar todo eso que se me viene encima a pie de pista, rodeada de personas, de gritos e himnos, empapada en un conjuro lleno de la esencia de muchas personas distintas. A mi lado una completa desconocida llora. Me acerco y le paso el brazo por encima: “¡Estás aquí! ¡No agaches la cabeza! ¡Vamos!”. Mi voz comienza a desgarrarse. Ella suelta una risa tímida y comienza a saltar. Ella mira hacia arriba y los focos se reflejan en el recorrido de sus lágrimas por sus mejillas, entonces despacio cierra los ojos y a mí me tiemblan las piernas. Me sudan los ojos. Mis carcajadas se mezclan entre los versos, se marean entre cada vibrato, aceleran y frenan en seco cuando una garganta desgarrada se llena de venas hinchadas, cuando un ceño fruncido nos anticipa que vamos a sentir un gutural mantenido mientras el instrumental se silencia…mis rizos no pueden más, es imposible no saltar, no soltar el cuello, no cerrar los ojos y subir los brazos, girar, girar y girar, y en cada vuelta cruzarte de nuevo la mirada descarada, sacarte la lengua, gritarte versos hasta que las risas nos unen en otro abrazo afortunado y completamente aleatorio.

No quiero parar nunca, por favor. No paréis.

Del caos vital que se genera en un concierto, me da por volver a ese recuerdo al que viajo cada vez que me da por echarte de menos.

Estamos en tu sótano, en silencio. No recuerdo la hora, no sabría decirte la cantidad de cosas tiradas que nos rodeaban y a las cuales no fui capaz de prestar atención. Una guitarra negra entre tus manos reflejaba mi figura sentada en una silla de ordenador que hacía chirriar el suelo. La música se metía en nuestros estómagos, como el viento de madrugada entre la puerta de tu terraza. Tus dedos chispeaban en cada acorde y mi voz se acoplaba sola a eso que tú llamabas “instinto”. Las madrugadas contigo cantando The Cranberries son mi orden, mi libertad, el momento justo en el que sé que tengo mucha suerte, que la música es mi mejor y única bandera, y que tú siempre estás en primera línea, dispuesto a seguirme para encontrarnos en cualquier lugar, si es allí donde queremos terminar.

 

De la intimidad y la magia de los espacios en los que nos abandonamos completamente a nuestra vena melómana, salto de cabeza a esos viajes en coche llenos de pasos de baile inventados, de retenciones de vuelta de Semana Santa, con el sol en la tripa, las ventanillas bajadas y canciones horteras compartidas con tropecientos coches más.

Y recuerdo ese pueblo perdido, tan sólo un pequeño escenario ambulante, un grupo cantando canciones que elevaban mis ganas por encima del infinito. Bailas, saltas, mueves la cabeza hasta que el pelo se te queda por la cara. Gritas “I wanna rock” hasta que tu garganta necesita refuerzos de otro botellín.

Te rodea gente de todo tipo: rockeros auténticos, con el pelo ya canoso y la chupa de cuero intacta, niños que no saben qué se cuece pero que sudan de tanto bailar, jóvenes haciendo pogos, abrazándose y moviéndose como si de la libertad surgieran coreografías, como si de cada canción explotasen las ganas de no volver a dormir nunca. Hace frío, estás en mitad de una explanada donde perfectamente podría salir un bicho mutante, pero a ti te importa un cuerno: la furgoneta-escenario de pueblo salva tu noche, a ti y a todos los que deciden dejarse llevar por un buen clásico a máximo volumen y la pasión de aquellos que no abandonan lo que más les llena.

Y entonces reboto a nuestras mañanas clandestinas en tu habitación, justo en el momento en el que me doy la vuelta y giro sobre mí misma, sin hacer ruido, notando tus sábanas y encontrándome con tu hombro, abro poco a poco los ojos y Janis se desgarra en mi mente, con su “Piece of my heart”. Vuelvo a cerrarlos porque he visto que estás ahí, durmiendo conmigo, tu respiración me hace cosquillas en la nariz, mi oxígeno huele a ti, disfruto porque estás aquí, y me encantaría subir el volumen de la música un poco, pero si lo hiciera, no escucharía el contra que tienes en el pecho. Así que me uno lentamente a tu propio ritmo, y cierro los ojos.

Y aterrizo en mitad de esa sartén llena de cebolla y patatas, con la copa de vino en la mano y el delantal abrochado, con la radio metiendo petardazos de vez en cuando y los pelos saliéndose del moño. O en esos días en los que mi padre se mete conmigo y cantamos juntos alguno de esos boleros que escuchábamos hace años en el coche, de camino a Barcelona, o a esos otros en los que mi hermana, mi madre y yo inventamos letras que dan vergüenza ajena.

Me acerco con mucho cuidado, a ese fin de año en el que tú todavía estabas con nosotros y montamos un karaoke familiar que daba pena, pero que regalaba risas y boas de colores desplumadas. Recuerdo que te reías y que tus manos arrugadas descansaban en tu regazo, y que, de vez en cuando, se movían un poco y seguían el ritmo. Como si bailaras a la vida, como si aún lo hicieras.

Me atraganto y me vienen pequeñas chispas, es la lluvia morada en mi sofá, es Frank Sinatra decorando la casa en Navidad, es ese ukelele y mi voz tímida en un balcón del quinto piso mirando al mar, es contigo o sin ti en tu salón, es un siempre… a solas conduciendo camino de la Universidad. Es todo lo que me rodea lo que cobra sentido cuando está sonando. Son estas palabras perdidas en mitad de un blog, las que pretenden quedarse en mis brazos cuando una canción me eriza por completo y me recuerda que estamos rodeados de cosas maravillosas por las que parar un momento y subir el volumen.

Y sin pensarlo, desvío la vista de la pantalla. Esa que está sonando es mi favorita, y creo que tengo que levantarme.

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