Llevarse el (quesito) marrón.
Por José Ramón González.
Espero que ningún espectador despistado decida ver el primer episodio de esta serie mientras se pone a cenar, hora en la que es habitual el visionado de las series de televisión. La tensión que se acumula en los primeros minutos puede hacer que se produzcan cortes de digestión salvajes o arritmias que dificulten la asimilación natural de alimentos.
La serie creada por Rodrigo Sorogoyen y la guionista Isabel Peña se alza hasta el olimpo de la excelencia ―donde ya estaba repantingada Gigantes de Enrique Urbizu― en sus seis intensísimos y excelentes episodios para contar una historia, más bien una tragedia, de la calle, de la que sustrae a sus personajes y sus circunstancias, los transforma en ficción y los regurgita a la realidad para que nunca más podamos volver a ver furgones de la policía o a los agentes de la ley del mismo modo. Imposible.
Los seis agentes de la unidad de antidisturbios están, más encarnados que interpretados, tanto psicológica como físicamente por seis magníficos actores que les entregan todo, y la agente de Asuntos Internos que tiene que investigar el caso en el que los antidisturbios se ven atrapados no es una actriz, es personaje.
Invito a quien tenga dudas sobre la calidad de Antidisturbios a que contemple la brillante escena de arranque ante un Trivial: un retrato de personajes antológico e inteligente.
La realización de Sorogoyen es tensa, nerviosa, cardíaca, o como se dice ahora: inmersiva. Consigue que uno olvide que está fuera de una sala de cine sentado en el sofá de su cuarto frente a un limitante televisor (envidio a los que pudieron disfrutar de los dos primeros episodios en el festival de San Sebastián); que olvide también que lo han llamado serie, porque es cine contado en seis horas a las que no es posible darles interrupción. Cada corte que da fin a uno de los episodios es un tajo en la tensión, un desafío narrativo a las leyes del tiempo que obliga a comprobar la verdadera duración de cada uno de ellos.
Y claro, al fondo ―y más cerca― está la amarga reflexión sobre la podredumbre del sistema, la inutilidad de los cargos y departamentos intermedios de las administraciones, la desidia con la que muchos de ellos afrontan su tarea diaria, se supone que al servicio de la ciudadanía; la inseguridad que produce la certeza de comprobar ―porque saber ya lo sabemos― en manos de quiénes estamos, la desasosegadora sensación al contemplar cómo nos empujan a enfrentarnos unos a otros en nombre del deber con el que debemos cumplir, ya sea profesional o moral; la injusticia de las leyes y su manipulación, la desconsideración hacia los conciudadanos, la bofetada que se recibe cuando alguien quiere cumplir honestamente con su trabajo y no se lo permiten, y la bofetada de vuelta con el dorso de la mano cuando se descubre que no se es la única persona que quiere ser un profesional ético al servicio de los demás.
Pero los protagonistas de esta historia no son héroes, ni siquiera seres humanos ejemplares. Son individuos que están marcados irremediablemente por su trabajo del que no pueden desvestirse aunque se quiten el uniforme, porque no es posible trabajar con la tensión y la violencia y asegurarse de que en la ropa interior no quedan esporas que se llevan a casa. Les resulta muy difícil diferenciar la vida de su profesión porque su profesión le exige tener que hipotecar parte de sus vidas. Tengo claro que no se puede cambiar la mirada al mundo tras haberse peleado agresivamente con él durante horas día tras día.
Y al final Laia, la agente de Asuntos Internos, frente a ese Villarejo de la trama, sabe que si quiere llevarse al menos una parte del quesito no tiene más remedio que hacer trampas, aunque todo dé, literalmente, la vuelta.
Intérpretes:
Vicky Luengo
Raúl Arévalo
Hovik Keuchkerian
Álex García
Roberto Álamo
Raúl Prieto
Patrick Criado
Guión:
Isabel Peña
Rodrigo Sorogoyen
Eduardo Villanueva
Música:
Olivier Arson
Fotografía:
Álex de Pablo
Diego Cabezas
CARLOS
Una serie muy buena, espero que sigan dándole más tirón a la inspectora.