Anaquel

Escuchar con los ojos

Escuchar con los ojos

Por José Ramón González.

 

Como tantos otros, conozco a muchas personas que experimentan una suerte de éxtasis espiritual cuando se encuentran frente a la soledad silenciosa de un paisaje alejado del mundanal ruido, especialmente si se trata de uno en el que incalculables años de trabajo de sabia Naturaleza han dejado esculpida su huella. Muy particularmente les ocurre a quienes están habituados al zumbido incesante del ritmo de las ciudades en las que vive casi todo quisqui. Muchos de esos ciudadanos, cuando están reunidos en alguno de los cientos de espacios bulliciosos que nos ofrece la urbe, sienten una sacudida de inquietud si, inesperadamente, se hace el silencio. Es una presencia poco frecuente, extraña para muchos, que en ocasiones roza lo amenazante. El efecto que produce la pausa repentina de sonido lo conocen muy bien los directores de cine (lo manejaban con perversa inteligencia maestros como Alfred Hitchcock) que recurren a la ausencia de ausencia de efectos sonoros para generar inquietud y desasosiego en el indefenso espectador, que no encuentra ninguna pista para anticiparse a lo que puede ocurrir y no puede más que estar alerta ante cualquier sorpresa inesperada. Tristemente —o puede que como recurso de supervivencia— nos hemos acostumbrado al ruido, por eso el silencio nos estremece.

También disfruto con el silencio, lo necesito en diversas ocasiones. Hay actividades para las que mis limitades facultades de concentración exigen que haya el menor ruido a mi alrededor —no sonidos, algo de lo que puedo abstraerme sin demasiadas dificultades—. Y quizás deba admitir que me he sentido conmovido en la contemplación de los recortes montañosos acompañado únicamente por la banda sonora del viento arrastrando sus manos por encima de esas vistas después de subir varios kilómetros para encontrarme a solas con el espacio inmenso de la perfecta creación inexplicable. Entiendo y participo de todas esas sensaciones. Sin embargo, todo alcanza mayor relevancia cuando a mi recuerdo las imágenes llegan acompañadas, incluso anticipadas, por los sonidos de la música a las que están inevitablemente ligadas, les dan sentido y consiguen expresar algo que tiene significado para mí. Me pregunto, en casos así, si soy yo quien fuerza esos significados, el que hace que aquello sea algo más que una visión pasajera. Y la respuesta es que sospecho que sí, aunque no por capricho. El arte de la música me ha hecho ser como soy, y no puedo por menos que comportarme acorde a lo que me ha enseñado a interpretar de una determinada manera, no sólo lo que escucho sino incluso lo que veo. Me ha acostumbrado a escuchar a través de la mirada.

Mucho me temo que el desierto debe de perder casi todo su romanticismo y misterio si se está perdido allí en medio sin la música que Maurice Jarre compuso para Lawrence de Arabia; que atravesar Monument Valley tiene que suponer una experiencia mucho menos épica sin el acompañamiento de las composiciones de Max Steiner o Alex North para algunas películas de John Ford. Y no dudo de que los besos bajo un chaparrón de aupa —sean con o sin medias empapadas en la mano (otra vez John Ford)— resultan mucho menos líricos si no los protegen melodías como la de Henry Mancini para Desayuno con diamantes. (Dejamos aparte los revolcones en la ducha, absolutamente impracticables, y los besos bocabajo a lo Spiderman.)

Pensaba en estas cosas hace unos días cuando, reproduciendo la más pura experiencia machadiana, recorría con la vista los clásicos paisajes de Soria con el inevitable Moncayo, y me agarró una sensación de melancolía impulsada por una de las canciones de las que recientemente había hablado en esta casa, «Silent night» de Great White. No era de noche y, obviamente no había silencio; tampoco la letra de la canción hace referencia a nada de lo que estoy hablando, pero las tonalidades de la canción hicieron que sintiera esas vistas como nunca antes las había percibido. Inesperadamente la música me hizo retroceder a anteriores ocasiones en las que había pasado por ahí, no pocas, y me sacudió la idea de que hasta entonces no había reparado en la soberbia espiritualidad que transmitían esas formas montañosas lejanas y aisladas, la profunda tristeza de un paisaje que permanece eterno siglo tras siglo, tan generoso como hermoso. Puede que también pensara en mi insolencia e insensibilidad al atravesar tantas veces esos espacios sin pararme a ofrecer unos minutos de pleitesía ante algo que es infinitamente más grande que yo. Y fueron estos tipos de Norteamérica los que, en aquel momento, guiaron mi mirada interior, que es la que importa, hacia el horizonte que ellos jamás han visto.

No tengo ni idea de dónde estaban Jack Russell, Michael Lardie y Jack Blades cuando compusieron esta canción. No sé si estaban contemplando un paisaje parecido al que veía yo cuando la escuchaba, ni si hay alguna conexión que explique mi reacción. Seguramente sea todo cosa mía. Sin embargo ahora, sin que haya modo de evitarlo, escucho «Silent night» y empiezo a ver con los oídos. El paisaje se empieza a oscurecer mientras el viento remueve los cabellos de una imagen borrosa, perdida en la memoria, de alguien a quien nunca conocí pero que me llena de nostalgia. Los colores dorados se hacen intensos cuando se recortan contra unas montañas que van ocultando su rostro en la oscuridad. Uno se siente solo… y reza una oración.

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