Reservado para la intimidad.
Por José Ramón González.
I’ve noticed today
I have one less friend to call
(«In the tradition»)
Aunque mire hacia adelante es inevitable, en algún momento, volver la vista atrás. Somos siempre consecuencia, el resultado —nunca concluido ni cerrado— de la evolución de lo que hemos vivido y de todas las circunstancias que lo han moldeado; de las personas a las que hemos conocido, que nos han acompañado, que han influido o condicionado o transformado nuestra mirada hacia la realidad y el mundo. También importan todas aquellas a las que no hemos vuelto a ver. A veces, posiblemente sin ser conscientes, hacemos recuento, pasamos lista, y comprobamos quiénes siguen con nosotros, sobre todo cuando una de ellas repentinamente desaparece. Nos preguntamos cuántos quedan.
No sólo somos conscientes de la presencia o ausencia de alguien en nuestras vidas por su mera constatación física. A algunos de los seres más importantes de mi vida jamás los he visto y otros ni siquiera existen en el «mundo real». Por eso es una sensación un poco extraña sentirse conmovido cuando se tiene noticia de la desaparición de una de esas personas a las que nunca se ha conocido pero cuya influencia en nuestra historia personal es innegable e indisociable de nuestro crecimiento como seres espirituales.
Bien es cierto que Jack Russell, recientemente desaparecido, había dejado de estar presente para este redactor hace muchos años, una vez había cesado la actividad en su banda, cuyos miembros se vieron forzados a tomar la dolorosa decisión de sacrificarlo de Great White para tratar de que sobreviviera ―tanto el grupo como Russell― debido a sus insuperables problemas con el alcohol y las drogas. Sin embargo, de un modo mucho más elevado, ha seguido a nuestro lado porque su aportación artística ha contribuido a modelar nuestra sensibilidad para enfrentarnos al mundo. No teníamos más que poner, como hemos hecho con tanta frecuencia, cualquiera de los discos grabados con Great White para invocarlo y tenerlo de nuevo a nuestro lado. Su peculiar voz, tan quebradiza y de una delicadeza escalofriante como desgarrada y desafiante, así como su amplio rango vocal, han firmado algunas de las composiciones más bellas del hard rock de los ochenta y noventa del pasado siglo, y forma parte de un legado fundamental: el de aquellas bandas de la honorable y colosal segunda fila que da sentido al movimiento, pues el éxito de unos pocos privilegiados no tendría capacidad de crear por sí mismo semejante corriente artística; añadamos que esa segunda fila está repleta de toneladas de talento, creatividad y obras memorables. Great White es una de las grandes bandas de esa interminable segunda línea en la que destacar es casi más difícil que triunfar, aunque quien lo hace lo consigue gracias a su talento, su personalidad o su constancia. Precisamente este último aspecto es el que, pasado el tiempo, suele terminar poniendo en valor los dos anteriores. Cierto es también que hay artistas con talento y personalidad que terminan en el más absoluto olvido; esa categoría es igualmente extensa.
Great White es, como suele decirse, una vaca sagrada para quien esto escribe. Cada uno de los aficionados a la música tiene sus debilidades, artistas con los que establece una conexión muy personal, rozando lo íntimo. La música crea un espacio de límites indefinidos en el que las emociones alcanzan un significado sólo comprensible para el artista y el receptor, un lugar que ofrece el consuelo de dar cierto sentido a muchas de las confusiones de la existencia. Es sólo en ese espacio en el que, a través de la música, uno entiende su realidad y descifra aspectos de sí mismo. Great White es una banda capaz de crear esas realidades más que alternativas, necesarias. Su música me explica; no sé por qué. Escuchar sus canciones siempre me emociona, tienen algo que no es fácil de expresar. Da igual que sea un rock & roll festivo que una balada. Entiendo y reconozco algo que no está en ninguna otra banda.
Por ello he de reconocer que siento que comentar este disco es una especie de traición a mi propia intimidad —así de misteriosa es la influencia de la música en nuestras vidas—, que estoy revelando algo que no le pertenece a nadie más que a mí, que el exponer mis emociones sobre esta obra puede hacer que esa magia se desvanezca y yo pierda algo tremendamente valioso. Sin embargo, sería de un egoísmo injustificable quedarme sólo para mí esta vivencia y, con ello, privar a otros de ese gozo. Este disco no es un secreto, no estoy descubriendo nada oculto e inaccesible, pero siendo mínimamente reflexivo, me doy cuenta de que han pasado veinticinco años desde su publicación, por lo que alguien que no haya vivido la época en la que Great White grabó este ya poco popular álbum de su carrera podría no encontrarse con él si no lo hace a través de su propio bagaje impulsado por sus inquietudes; es probable que ni siquiera llegara a conocer a la banda. Otros puede que no se acuerden de él y sea este artículo un modo de recuperarlo —eso supondría que hay alguien interesado en leerlo, lo cual sería muy osado por mi parte—. Incluso quizás para alguien esta obra sea tan importante como para mí.
Todos estos motivos y algunos más hacen que, de todos los álbumes de Great White, varios de ellos soberbios, mi favorito sea este Can’t get there from here, de 1999. Creo que es su obra maestra, su disco más maduro y especial. No el más representativo, cierto, pero sí el más inspirado, y eso que contaron en la composición con colaboradores, algunos de ellos no tan lejanos en su historia como Don Dokken —de cuya banda aparece una versión en la edición japonesa, «The Good die young», un bonus track japonés a su vez del álbum Dysfunctional (1995), titulada en aquel «If the Good die young»—, buen amigo y cómplice en otros momentos de su carrera, y Jack Blades. No es tampoco su trabajo más movido, más festivo, aunque de un modo extraño sí me parece el más vitalista. Incluso en las canciones más desgarradoras consiguieron crear unas tonalidades bajo cuya tristeza palpita una bellísima resonancia de esperanza («Loveless age»), de vida, de disfrute, Parecen regocijarse en la consciencia de estar creando algo a lo que sólo se llega en ese preciso momento de la carrera de un artista, cuando del dominio de lo que se hace es tal que lo que uno quiere expresar y el modo en el que se expresa se han unido en un feliz instante irrepetible. Y sale prácticamente solo, instintivamente, con la naturalidad con la que un perro contento nos atiza cuatro lametones en la cara. Ese instante bendito al que algunos artistas no llegan jamás está registrado en Can’t get there from here.
Todas las canciones de este álbum y la obra en su conjunto están tocadas por la varita mágica de la inspiración. Da igual que hablemos de las marchosas y contagiosas «Saint Lorraine» o «Rollin’ stoned» en las que las guitarras de Mark Kendall y Michael Lardie muestran una complicidad que casi es una conspiración amparada en la base rítmica de Sean Mcnabb y el imprescindible Audie Desbrow, como de las emocionantísimas «In the tradition» (guitarra acústica más la voz de Russell), «Ain’t no shame» (con una buena carga de soul) o la conmovedora y triste «Silent night». Lo mismo da que citemos la preciosa vitalidad del medio tiempo «Freedom song» que «Wooden Jesus» y sus suaves ritmos entrecortados. Todo en Can’t get there from here es especial, único, irreproducible por imitación.
Pasamos lista. Van desapareciendo los nombres, pero van creciendo sus obras. Quizás algunos de los que se han ido nunca fueron conscientes de lo que han aportado a nuestra existencia. Sin ellos seríamos más pobres. La vida y el arte se unen y se desligan. No es recomendable para un aficionado, casi nunca, conocer a la persona que hay detrás del artista, al menos en los niveles de popularidad de que gozaron durante mucho tiempo Great White (y conozco nombres que rompen este principio hasta hacerlo trizas, músicos generosos, humanos y pacientes). Sospecho que sería difícil compartir la vida con Jack Russell, ser su amigo, soportar los efectos de sus tortuosas dependencias; igual que para él. Sin embargo, su dimensión artística es irremplazable para muchos de nosotros. Hay personas con las que me cruzo cada día con las que no siento tener tanta relación, que sean tan influyentes para mí como Russell y sus compañeros de Great White. Seguramente no lo saben. Tampoco importa. Mejor así, reservado para la intimidad.
GREAT WHITE:
JACK RUSSELL: Cantante, coros, percusión
MARK KENDALL: Guitarra solista, coros, percusión
MICHAEL LARDIE: Guitarra, teclado, coros, percusión
SEAN MCNABB: Bajo
AUDIE DESBROW: Batería